martes, 25 de octubre de 2016

Al final del pueblo




Vivo al final del pueblo, allí donde la calle se convierte en un camino de tierra hacia la nada.

No hay luces en mi casa. Nunca las hubo. Por las noches enciendo velas, pero ni  la cera ardiente borra el olor a viejo de los muros ni las llamitas temblonas consiguen distraer la oscuridad.


Tampoco suele acercarse nadie por aquí. Circulan por la comarca algunas leyendas sobre mi familia, estupideces del vulgo ignorante. Sí, mis parientes tenían aletas en lugar de manos y ocultaban bajo la ropa zonas de su piel completamente escamosas ¿Y qué? También eran valientes cazadores, aguerridos tramperos. En nuestros mejores tiempos, cuando en esta mansión se celebraban  banquetes,  no se veían ni una rata ni una víbora por toda la región.


Luego empezamos a extinguirnos.


Hoy sólo quedo yo entre estas cuatro paredes húmedas que se caen a pedazos. Y en el sótano, la inmensa charca subterránea de la que surgimos hace un millón de años: el cieno donde chapoteo feliz todas las tardes, recordando mi infancia.


Cuando yo me haya muerto, se secará la laguna. Y el mundo, sin nosotros, se habrá convertido en un lugar más pobre y todavía más gris.